Ahí estaba Wilder, de 12 añitos, con la cara teñida de sangre, llorando, parado en la mitad de la abrupta cancha municipal de Puerto Nare, Antioquia. Un morocho dos veces más grande que él le acababa de descargar un puñetazo. No soportó la deshonra que significó que Wilder, el más chiquito de todos, les hubiese metido tres goles, tres reliquias, en plena final.
Faltando cinco minutos para que acabara el partido, el perdedor, enfurecido, buscó a Wilder, bien enclenque –hay que decirlo– y le clavó el porrazo. Nadie en Puerto Nare alcanzó a celebrar el campeonato porque había que agarrar, había que linchar al insensato que se atrevió a pegarle a esa promesa del fútbol que brotaba de la nada, a ese que por sus corcoveos con el balón le decían «Magia».
Y claro, le faltaron pies al negro para correr calle abajo, y pulmones para adelantarse a la horda de verdugos en potencia que lo perseguían. Y como le faltó todo aquello, a bien tuvo tirarse a las aguas del río Magdalena. «A Puerto Nare ese pelao nunca más pudo volver», es lo que todavía se comenta.
Dieciocho años después, la cicatriz de Wilder sigue allí, instalada en todo el pómulo izquierdo. A diferencia de sus compañeros de equipo (el Deportes Tolima) que vuelan en autos con vidrios polarizados, Wilder Medina se baja de un taxi Mazda, una chatarra que abordó en el edificio Los Arrayanes, su casa en Ibagué.
Wilder va de la mano de su esposa, y sus dos mellizas de tres años de edad, cuyas caras se adhieren tatuadas en cada uno de sus hombros.
Los niños que se han dado cuenta que Wilder acaba de llegar al Estadio Manuel Murillo Toro, ponen sus pechos para que les regale una firmita en la camiseta o, así sea, un apretón de manos. Una pancarta se abre de par en par en la entrada: «¡Medina, estamos contigo!». Es un letrero que intenta apaciguar, como si fuera un placebo, un escándalo que no comenzó ayer.
«Wilder, levántese; Wilder, vámonos a entrenar», le decía Albeiro García, un entrenador de divisiones menores del Rionegro Fútbol Club.
Y el muchacho, de 16 años cuando eso, se incorporaba, se plegaba a las paredes de una pieza todavía olorosa a las copas de la noche anterior, y se iba a jugar. «‘La Chinga’ fue el que sacó a mi hijo adelante», dice doña Blanca Tamayo, quien, para ser francos, nunca creyó que Wilder fuera a triunfar.
Fue la época en la que comenzaron a palidecer las esperanzas de aquellos que habían fantaseado viendo a Wilder en Europa. «A él lo dañaron las amistades. Ya a lo último vivía borracho, ya lo suspendían hasta una semana y así», recuerda uno de sus familiares.
El mismo Wilder contó alguna vez, en un acto de arrepentimiento, que a los entrenamientos del estadio Alberto Grisales, de Rionegro, llevaba armas escondidas en el maletín, junto a los guayos. «Nunca maté a nadie, pero sí utilicé armas (…). Después de los entrenos me recogían, en un taxi, cuando ya tenían la vuelta», le dijo a Noticias RCN.
Wilder no midió sus pasos. Varias veces se vio metido en balaceras y hasta una vez estuvo a punto de morir, junto con su hermano Mario (fallecido hace 15 meses a raíz de un cáncer) en una casa a la que cayó una granada. Wilder era talentoso, pero también era pandillero.
Y así, tan joven, ya estaba listo para ser contratado por el Independiente Medellín, cuando salió su primer positivo de marihuana. Ocho meses fue penalizado (1999).
«Durante la sanción él iba a entrenar normal, pero bebía mucho. Después lo enviaron al Envigado, luego para el Huila, de allá para Pumas, de Casanare (de la Primera B). Y al final terminó en Patriotas, de Tunja. Por esa época no volvió a tener problemas, encontró el camino», recalca uno de sus hermanos.
Y entonces llegó al Deportes Tolima, el equipo que lo sacó del anonimato (2008). Es como si hoy sos el ‘pelao’ calavera del barrio, el que da bala, y mañana, con algo de disciplina, te consagrás a una iglesia, te redimís, te convertís en el ídolo de una ciudad de 500 mil habitantes. Pasás de ser la oveja negra, a ser alguien a quien todo el mundo admira.
Wilder Medina marcó 16 goles en el segundo semestre de 2010, que lo llevaron a alzar el Botín de Oro de máximo goleador. No pocos en Ibagué recuerdan, como si hubiese sido un capítulo de antología del club, el gol que le marcó a Santa Fe, en las semifinales del torneo local.
Para ese día las dudas ya estaban sembradas. En la Copa Sudamericana, a Wilder le habían hallado en su cuerpo otra vez marihuana (de manera preliminar). El análisis B, salió negativo.
Fue una noche cálida la del 13 de diciembre de 2010, en Bogotá. A Santa Fe lo daban por finalista. «Desde toda la tribuna Oriental, Sur y Norte alta, le gritaban a Wilder de todo, ¡marihuanero, vicioso!», se acuerda Mario Rodríguez, el editor de un blog dedicado al equipo.
Pero cuando el partido languidece, minuto 88, aparece «Magia», el pelao de la cicatriz en el pómulo. Llega de algún lado y, a su modo, lanza un tiro desde un poco menos de la mitad de la cancha. El balón entra al arco como en cámara lenta. Wilder corre, celebra y el estadio santafereño se ennegrece, se amarga.
Medina entró, con ese gol, en los anales de la historia del club, mucho para un equipo que sólo una vez en la historia probó del almíbar de un campeonato.
Ariel Urueña, un taxista viejo y renegón, recuerda ese episodio como uno de los más dichosos de su vida. «Es que Wilder nos ha dado hasta trabajo. O le parece poco llevarnos a la Copa Sudamericana y a la Libertadores. Si no fuera por sus goles, a la ciudad no habrían llegado extranjeros de Paraguay, Brasil y Argentina», declara muy serio y exaltado. Lo dice sin mencionar que Ibagué, después de Quibdó, es la segunda ciudad con más desempleo en Colombia, según lo reportó el Dane en febrero pasado.
Al Deportes Tolima comenzaron a llamar de equipos internacionales: preguntaban por el pase de Wilder. Ricardo Salazar, gerente del equipo, dice que Medina «se ganó la idolatría de la gente, también por su manera de ser».
El celador del estadio deja al descubierto toda su dentadura cada vez que evoca la imagen de Wilder. «Aquí llega a saludarme. Me dice ‘qué hubo ‘mostro’. Yo no sé de dónde sacó esa palabra, pero yo también le contesto, -’no, aquí el ‘mostro’ es usted». Y se ríe.
Pero los vaivenes de la vida, una vez más, regresaron. Medina reconoció, ante el Comité Disciplinario de la Dimayor, que había consumido marihuana. El control antidopaje había detectado la sustancia en un partido ante Cali, el 27 de marzo pasado. Wilder se excusó y dio la cara.
Mucho se ha especulado sobre la sanción. El lío es que Wilder ya no es el muchachito del barrio Horizontes de Rionegro que sólo estudió hasta noveno de bachillerato. Ya cumplió 30 años, es padre de cinco hijos y aún está pagando la casa. Elmer Pérez Zapata, un conocido periodista deportivo en Ibagué, sugiere que una suspensión de dos años sería el fin de su historia futbolística. Europa se alejaría más de lo que hoy aparece dibujada en el mapa.
Carlos Giraldo Díaz, el narrador con más seguidores en la ciudad, tiene razones para decir que si la penalización es de más de seis meses, Wilder sería indemnizado, lo que daría por terminado el contrato. Al respecto, Salazar, el gerente, guarda silencio,
Wilder está sentado en las graderías del Estadio, a las 3:30 de la tarde, viendo un partido de la Copa Postobón. Desde el murmullo y la adoración que despide su presencia, dice que todo va a salir bien, que se equivocó, que lo perdonen.
Los consejos de Víctor Hugo del Río, un argentino que en la década del 80 pasó a ser una leyenda viva del Deportes Tolima, descifran un poco esto de lo que en Ibagué se habla sin descanso:
«Si Wilder erró, ya lo pagó o lo está pagando. Pero que trate de no equivocarse más porque él es un espejo para la juventud. Y un espejo bien grande, donde se miran hasta sus propios hijos».
JOSÉ GUARNIZO ÁLVAREZ
ESPECIAL PARA EL NUEVO DÍA
Nota: Se conocio de forma extraoficial de que la sancion que de le darian a Wilder Medina seria de 3 meses, y la misma se daria esta semana, por lo que el delantero se perderia la parte final del campeonato y las finales en las que el cuadro Pijao aspira a disputar.